jueves, 7 de agosto de 2025

El cantar de las ranitas

A la luz de un destartalado farol, y con la noche como telón de fondo, un hombre rumiaba sus pensamientos. Las coquis antillanas le hacían coro mientras la brisa le acariciaba la frente. Se perdía en sus cavilaciones acompañado por el canto de esas ranitas y el silbar de los alisios provenientes del noreste.

Completamente abstraído, el hombre se dejaba llevar y su imaginaria levitación le permitía otear allende la lejanía. Más allá de donde cielo y mar se confunden… allá donde se curva la tierra y la mirada de los mortales fenece.

Ensimismado, distinguió, entre sombras y brumas, un lugar. Uno que encerraba a todo un suspiro de quereres. En el que se arremolinaban vivencias y sentimientos. En el que se confrontaban verdades. Certezas que luchaban por enaltecerse como realidades.

Distinguió que ese careo, entre verdades y realidades, era sucio. Amañado. Desigual y cargado de amargas injusticias. En un principio no entendió del porqué de todo ello pues bien sabía que realidad y verdad son, esencialmente, distintas. Conceptos análogos dado el vinculo de semejanza que les une a pesar de la noción de diferencia que ciertamente encierra cada uno. 

Recordaba que la realidad refiere a lo que existe, a la cosa que ocupa tiempo y espacio. No importa que no se conozca o que se ignore, no por ello dejaba de existir, de ser real. En contraposición, la verdad se derivaba del proceso mediante el cual la razón percibe la realidad. 

Hablándose a sí mismo se reafirmaba que la verdad depende, por tanto, del intelecto, del conocimiento, de las variables particulares de cada quien. Ante la misma y única realidad, habrá tantas nociones de la verdad como sujetos con conocimientos, perspectivas o intereses distintos. Por ello se decía que “cada cabeza es un mundo”. Refrán que daba a entender que ante la inexorable realidad cada sujeto reacciona distinto y cada uno construirá su verdad.

Con suspicacia afinó la mirada y denotó la realidad. Su privilegiada elevación se lo permitía. Lo que observó no le exigía explayarse en mayores detalles. Hacerlo seria caer en la monotonía. En la letanía de todos los males que agraviaban, tanto, a las gentes de ese lugar como a su identidad cultural. 

A los lugareños la realidad les magullaba en lo físico, lo psíquico y lo espiritual. A su identidad, concepto etéreo, intangible pero sublime que recoge el sentido de existencia, conciencia, valores y cultura, valga decir su nacionalidad, la golpeaba tanto y tan, pero tan fuerte que, parafraseando a Storni, “su alma desnuda… angustiada y sola… iba dejando sus pétalos dispersos por doquier”

El hombre también observó que ante esa cruda realidad, convivían la verdad de unos y la de otros. Unos, y en un ejercicio de factorización por agrupamiento, la inmensa e inocultable mayoría. El amplio y diverso conglomerado obligado a ver como se le iba la vida en medio de vejámenes, necesidades insatisfechas, frustraciones y rupturas. Los otros, los menos. Quienes en un acto de aberrante prestidigitación intentaban vender la ilusión de un lugar posible que ya nadie quería mientras saboreaban con placer el amargo elixir con el que habían enfermado de muerte al lugar. 

Dantesca y antagónica escena. Sufrimiento por un lado y petulante gozo por el otro. Resiliencia y descaro. La realidad que representaba el fatídico maremoto en curso, derivaba, por tanto en dos verdades. La de aquellos que sufren la realidad y la de otros que se beneficiaban de ella. Pero al hombre le interesaba la de los sufrientes. No la otra, pues esa era una verdad alucinógena inducida por soporíferos ideológicos o anfetamínicas corruptelas que eran causa y efecto de todas las desgracias.

Atónito y desencajado, el hombre caldeo la mirada. La luz del destartalado farol tiritaba creando ráfagas de luz y oscuridad. El canto de las ranitas se hizo tan agudo que anunciaba una irremediable cefalea y las caricias de la brisa tornaron en abrupta cachetada. El acúfeno que lo abrazaba contradecía el absoluto silencio derredor y la terrible analogía del contraste entre el bien y el mal se hizo presente en forma de gélida ventisca. La visión de la realidad observada le había apuñalado el espíritu.

Ante tal tromba de sensaciones el hombre despertó de su abstracción y se sacudió los miedos. Aún sudoroso miró calle arriba y calle abajo percatándose que solo le acompañaba el placido cantar de las ranitas. Pero preocupado notó que el silencio era aturdidor. Doloroso incluso. Tenebroso. Incorporándose tomó una gran bocanada de aire y sintió frio. Echó una última mirada al destartalado farol y, vacilante, emprendió camino a su casa.

En su lento andar, acompañado por el cantar de las ranitas, el hombre se cuestionó melancólicamente… sus recientes visiones le atormentaban y para tranquilizarse recordó que alguna vez leyó que “todo pasa, solo queda la verdad”… en su caso, la verdad de los sufrientes… la verdad que reivindica la realidad… la verdad que exige reparación y se pliega a la no repetición de los tormentos. 


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